sábado, 30 de junio de 2007

Cincuenta y seis

Necesitaba terminar un ensayo esa misma noche. Lo había venido posponiendo por seis semanas, tres días, diez horas, y treinta y nueve minutos. Thomas había preferido contar el tiempo que estaba perdiendo, en lugar de ocuparse en terminar sus “Reflexiones sobre el individualismo”. Uno de sus grandes problemas había sido la disyuntiva de pensar en inglés y escribir en castellano, los dos primeros días de su trabajo se le habían pasado en un intento de definir el significado concreto de las palabras “individuo”, “individualidad” e “individualismo”. La importancia de diferenciar los tres criterios, definiría no sólo el título de su obra, sino también su contenido.

Así que determinó que, en primer lugar, el “individuo” era la persona o ente preciso, que podía o no, tener rasgos totales o parciales de “individualismo”, mientras que la “indivi-dualidad” le daba al “individualismo” del “individuo”, una connotación bipolar (y esto no era en lo que Thomas quería indagar) de manera que se había decidido por el “individualismo” como tema central de sus apuntes; La individualidad de un ser respecto de su especie es lo que le da su carácter de individuo y esto es una condición natural, mientras que el individualismo del ente en cuestión, es el resultado de una elección racional. Y a Thomas le importaba bastante desigualar lo racional de lo meramente instintivo.

Se sentó y miró el reloj: las tres de la tarde. Había demasiada luz y quién puede reflexionar con tanta iluminación damn it, vaya contradicción, es que hace falta primero hundirse en una cierta penumbra, en un cierto abismo opaco y sombrío, para luego ir encontrando destellos de luz y certezas, volvió a pararse y caminó unos pasos hasta la ventana, sostenía un cigarrillo en la mano izquierda y con la derecha agarró la soga trenzada y sucia de la persiana, la estiró contra sí y la dejó caer; en la habitación se hizo la oscuridad.

Volvió a su asiento, clavó la vista en el monitor de la computadora. Esa rayita vertical, negra e intermitente sobre la hoja en blanco del Word lo ponía, en efecto, bastante nervioso. No se le ocurría nada. Le individualisme, merde! Pensó, y ya ni siquiera podía hacerlo en su propio idioma, how am i supposed to get this finished, man, y este hombre al que le hablaba era el mismo, era acaso en su indivi-dualidad en lo que pensaba y entonces el dilema ya no era hablar del individuo en sociedad sino del individuo-dentro-del-individuo, what is it all about, man? y entre la ventana y la persiana semicerrada quedaba una levísima zona descubierta que dejaba pasar una luminiscencia que lo exasperaba, y el ruido: cómo podía entrar tanto ruido por en espacio tan exiguo, la masa se complotaba en su contra; la humanidad entera des-indivi-dualizada del otro lado de la ventana, gritando, las bocinas de los autos y el motor de un colectivo antiquísimo mugiendo como una gran vaca-vengadora, el Marqués de Sade escribió Justina en catorce días porque entonces no había colectivos-vaca, no había bocinas ni avenidas ni humanos complotados en orgías de ruido, fuck it man, better have your kicks before the whole shithouse goes out in flames, man, pero en verdad tenía que terminar el ensayo, se puso de pie con una violencia intempestiva y se apuró en cerrar la ventana en su totalidad, concentró su atención en cubrir los hilos de luz que atravesaban los surcos de la persiana, colgó una bandera de Jim Morrison del palo de la cortina, encendió un sahumerio y una vela, dejó sonar la Cabalgata de las Valkirias muy fuerte en su ordenador, decidió que ese sería el himno de su guerra, pero sus Valkirias no ampararían el alma de ningún guerrero sino todo lo contrario; deberían salir y aniquilar ese ruido desorbitante, volvió a abrir la persiana, la ventana, dejó que la bandera de Jim Morrison se agitara con la brisa que pronto apagó la vela de un soplido, movió el disco de Wagner a su equipo de música, conectó los parlantes, subió el volumen hasta más no poder y sonrió absolutamente conforme cuando afuera, los autos y las bocinas y la gente y los colectivo-vaca se hundían en un silencio abismal, un silencio que era el canto bélico de las Valkirias rebasando los rincones de esa ciudad mugrienta.

1 comentario:

Alejandro Bennet dijo...

Antes vi al querido viejo indecente (Bukowski) entre líneas, en este texto a Gombrowicz. Dos escritores que me encantan.
El segundo autor tiene mucho del delirio filosófico que acá también aparece. Muy bueno.