Se despertó a las cinco de la mañana. Primero se quedó en la cama, mirando al techo. Se levantó. Fumó dos o tres cigarrillos, los apagaba antes de llegar a la mitad. Dio vueltas por la casa y volvió a la cama. Trató de leer pero se detenía en cada palabra o en cada oración o en cada párrafo a pensar en quién sabe qué cosas, desistió. Cerró el libro y volvió a prender un cigarrillo, miró el cenicero, cenizas (pensó) y pitó y apoyó el índice en su labio inferior y se rascó la nariz y exhaló el humo que esa noche no lo mataría. Abrazó la almohada e intentó dormir, el que no puede morir puede dormir (pensó) esa es la tregua que nos da le mundo, y qué mentira, si uno no se libra nunca del verdugo de dentro. Se enojó, con el insomnio y con el mundo, y entonces se dio cuenta de que estaba esperando algo que no iba a llegar o que no existía, y que el hecho de que algo sucediera o dejara de suceder era totalmente irrelevante, porque podrían desaparecer tres cuartos de los hombres y las mujeres del mundo, y aún así, no pasaría nada, porque nunca pasa lo que pasa, sino los que NOS pasa (pensó) y las historias individuales no son más que una manchita grotesca en la Eternidad Inconcebible.
Lo inconcebible de la eternidad (pensó), ésta vez en voz alta y estirando la frase, como en cámara lenta, y hasta pudo llorar pero se calló. Y se cayó.
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