jueves, 3 de mayo de 2007

Quince

Natalia le explicó a Bernardo que su contrato de alquiler había vencido hacía un mes y treinta y cinco días, y que el propietario se había negado rotundamente a hacerle una renovación porque la zona se puso de moda y los yankees pagan hasta tres veces más de lo que vos llegás a juntar a duras penas. Natalia le había pedido una prórroga porque yo vivo acá hace tres años y ahora está muy difícil conseguir lugar, a dónde iba a irse, pero chiquita, ese no es mi problema, yo soy un hombre de negocios, si le concediera prorrogas a todos mis inquilinos muy pronto me vería en bancarrota, y yo no he trabajado toda mi vida para terminar haciendo beneficencia. Mi padre viajó tres meses en barco desde el otro lado del atlántico y después trabajó de albañil durante cuarenta años para que su hijo pudiera ir a la universidad, ¿usted va la universidad? No señor. Ahh, por eso el mundo está como está… No señor, yo no voy a la universidad porque tengo que trabajar para pagar el alquiler, por ejemplo, pero si tuviera un padre que trabajara por mi probablemente iría a la universidad y estudiaría derecho y después ganaría litigios por desalojo y compraría edificios enteros a mitad de precio y los alquilaría y viviría de rentas y tomaría uno o dos o tres Chandon por semana y coleccionaría botellas vacías de whiskys importados y colgaría cuadros de mal gusto en mi antesala, paisajes y retratos de artistas de mala muerte que encontraría en mis viajes a Venecia o a Roma, y diría, ante la expresión condescendiente de mis invitados “éste es de un artista italiano famosísimo que conocí en una exposición en el museo de arte contemporáneo, me pidió cinco mil dólares, y terminó dejándomelo en cuatro mil setecientos cincuenta dólares porque le caí muy bien” y además me inventaría un hobby interesante como jugar al golf o al tenis o hacerme artista de jazz pensó Natalia, pero se limito a rogarle una vez más que le concediera tres meses para encontrar un departamento nuevo, te doy dos meses, y sólo porque sos mujer y estás sola, le había dicho el abogado como si fuera un halago, y se había marchado sintiéndose orgullosísimo de su bondad.

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