jueves, 26 de abril de 2007

Uno

Se cansó de cansarse y cruzó la puerta saliendo hasta el pasillo oscuro que conectaba su piso con las escaleras del edificio: un sucucho en ruinas que debió haber sido hermoso en algún tiempo, pero que en cambio ahora daba la impresión de estar a punto de venirse abajo.
Tenía ganas de tomar el ascensor (cinco pisos por escalera no ayudan a mejorar el humor de nadie) pero no había ascensor, así que no pudo más que bajar los cinco pisos por escalera.
Los escalones de madera avejentada rechinaban y crujían y parecían deshacerse bajo sus pies, la escalera tenía forma de caracol, cosa que provocaba eventuales mareos en los huéspedes menos acostumbrados, y la baranda, también de madera, estaba tan desgastada por años de roce de manos, codos y dedos, que ya no podía tocarse por posible derrumbe (así lo advertía un cartel pegado en cada uno de los entresuelos). Llegó al tercer piso sin haber pensado ni una sola vez en la inutilidad de las horas, silbó un tango cuyo ritmo o nombre me resulta imposible descifrar, pues su respiración estaba acelerada en parte por el trote y en parte por el hastío y en consecuencia, la melodía salía distorsionada de la boca para fuera. Y de la boca para dentro, también. Tenía un pésimo sentido musical. Había intentado aprender a tocar la guitarra, tal vez si fuera músico podría evitar la tortura de entrar en el sistema para trabajar y pagar a crédito cosas que en realidad no necesitaba, cosas que le enseñaban a necesitar y a añorar justamente para que no se saliera del sistema. Era zurdo en todos los sentidos de la palabra, cosa que le dificultó el aprendizaje, nadie le dijo que debía dar vuelta la guitarra y cambiar las cuerdas de lugar, aprendió a tocar la guitarra como diestro, cosa que al final no funcionó, como en el resto de los aspectos de su vida, ser diestro le hubiera facilitado tanto las cosas... Estaba a medio piso de la puerta de entrada, ya podía escuchar el bullicio de la gente y su alegría de sábado por la noche. Todos listos para el desfile y la estupidificación masiva de alcohol o de música techno, entonces su pierna izquierda, o mejor dicho el pantalón de su pierna izquierda se enganchó en un clavo medio salido y del todo oxidado que asomaba desde uno de los escalones, al mismo tiempo que su pie derecho estaba ya en pleno acto pisatorio del siguiente escalón, de manera que no pudo desengancharse a tiempo, o agarrarse de la baranda intocable de madera, y se cayó.
Rodó unos trece escalones hasta el suelo. Bastó la conjunción de cuatro hechos aislados para que él, intelectual de treinta y doce, se viera burlado por la ley de gravedad o de causa y efecto o de un Dios que se acuerda cuando quiere de un pobre idiota, y siempre para demostrar quién manda.
Se sacudió la ropa y pensó en la fotografías que tal vez un día se sacudirían el manto amarillo de polvo y de tiempo, y hablarían y dirían que esa tristeza que aprisionan los momentos que ya nunca serán, no ha sido inútil como las horas que vienen y pasan, sin que nadie las llame o las detenga o las atrape más que en las fotografías que uno cuelga en la pared como un souvenir.
En la caída, de todo lo que podía romperse por viejo o por culpable; es decir: el clavo, o el escalón, o él mismo, fue justo el jean deshilachado el que cedió, dejándolo medio desnudo para los pesimistas, o medio vestido para los que gustan de cantar aleluyas. De manera que se vio ante dos opciones: salir así, medio desnudo o medio vestido a pasearse por las calles, o subir los cinco pisos por escalera a cambiarse el pantalón, para luego bajar los mismos cinco pisos hasta el mismo lugar donde ahora se encontraba deliberando. Suspiró mientras se agachaba para sentarse en un escalón, por algún motivo o fuerza superior a su voluntad le costaba horrores tomar una decisión, sin importar su grado de relevancia o trascendencia: tardaba lo mismo en decidir si se pondría las medias grises o las blancas, como en decidir si se mudaba del planeta. Bernardo es de los que piensan que lo malo de la vida son las demasiadas opciones. Si hubiera sólo una opción, uno se limitaría a aceptar sin más lo que es, y evitaría pensar en lo otro, en lo que podría ser mejor. Como el mundo, que en sí mismo no es un problema, más que por la noción o la idea o el cuento de hadas del paraíso. Si no nos hubieran prometido un paraíso, talvez viviríamos más felices o al menos más contentos o más conformes, a sabiendas de que no hay más, ni mejor. Pero para eso ya es tarde, está lo otro, la opción, las medias blancas y grises y rojas, tres cuartos, soquetes, de algodón, de lycra, con rombos, a rayas y para qué seguir sentado ahí como un tonto, si va a dar lo mismo que salga o se quede, ojalá no tuviera más opción que salir, quizá lo esté esperando fuera la mujer de su vida, aunque él está así, con el pantalón roto por culpa del clavo, o del escalón, o del trote, o de la ansiedad, o de las leyes santísimas de Dios, o de la mismísima madre que lo parió, y es tan tarde, tan sábado, y tantos los escalones...

1 comentario:

Laris dijo...

Hola, Mariana!
Me gusto mucho este texto!

Besos,
Lari